MONCHO
ALPUENTE
Balada del Johnny
EL PAÍS 13/05/2009 |
Para tener a buen
recaudo a sus crecidos retoños que
iniciaban sus estudios universitarios en
Madrid, muchas familias, de fuera y con
posibles, les matriculaban en colegios
mayores, regentados en su mayoría por
órdenes religiosas que garantizaban
ciertos niveles de tutela y orientación
en un periodo de libertad vigilada, en
un paréntesis de semicautividad, antes
de acceder a la independencia, enredarse
en la peligrosa maraña de la gran ciudad
y escapar, al menos momentáneamente, de
la promiscuidad de los pisos compartidos
y del desenfreno noctámbulo, de las
veladas tabernarias y de las malas
compañías que acechaban en esta
Babilonia, que sólo era tal por el
despotismo de sus sátrapas
excelentísimos, nunca por la abundancia
o variedad de sus excesos. Madrid era
una ciudad estrictamente dominada y
vigilada por los más coriáceos
pretorianos del régimen franquista.
Muchos colegios mayores formaban una
ciudadela para proteger virtudes y
favorecer el estudio
Entre los pecados del Johnny figura
haber introducido el jazz y el flamenco
Ubicados en la proximidad de las aulas
universitarias y con una radical
separación de sexos, muchos colegios
mayores se agrupaban, aún se agrupan,
aunque regidos con diferentes
parámetros, formando una ciudadela,
levantada para proteger virtudes
acechadas y favorecer la concentración
en el estudio; sanos propósitos que no
tardarían mucho en sucumbir al asalto de
sus propios ejércitos en connivencia con
fuerzas exteriores.
El mundo, el demonio y la carne, ésta en
medidas raciones, tanto en el menú
colegial como en el venéreo, se colaban
por los resquicios y un viento de
libertad (según la terminología al uso
por entonces) barría el polvo y aventaba
los pelos de las dehesas. Los
estudiantes desembarcados de pueblos o
ciudades que no contaban con
universidades, propias o apropiadas, no
eran pupilos sumisos y asustadizos
dispuestos a dejarse pastorear en los
rediles.
Tras sus primeros e inseguros pasos por
los senderos de la jungla urbana y de la
sabana universitaria, muchos recién
llegados se integraban rápidamente en el
hábitat y reavivaban con nuevos bríos
las hogueras tribales. Pronto algunos
colegios mayores, y mayormente
masculinos, se convirtieron en reductos,
refugios para la conspiración y la
rebeldía. El gueto se rebelaba, en la
ciudadela de los colegios mayores se
proyectaba a escondidas El acorazado
Potemkin y en los exhaustivos coloquios
que prolongaban obligatoriamente las
proyecciones y las representaciones, los
recitales y las conferencias,
improvisados o experimentados oradores
disertaban sobre cualquier cosa, salvo
sobre la película, la función o la
música precedentes, para llevar el agua
al molino común de la resistencia
antifranquista y de la crítica
anticapitalista.
A finales de los años sesenta y primera
mitad de los setenta, la ciudadela de
los colegios mayores se erigía, por su
nutrida, variada, y muchas veces
clandestina programación cultural, en
epicentro de la vanguardia urbana y foro
casi único de la disidencia política.
El área de los colegios atraía a sus
salones de actos a gentes de fuera de la
universidad, favoreciendo el contacto
entre esta institución y la sociedad,
mezclando a los que debían de ser
separados por ley y orden. La Ciudad
Universitaria, segregada de la ciudad
por el funesto Arco del Triunfo, se
ampliaba por el Argüelles colonizado de
las tabernas y los cafés y recibía en
las facultades, escuelas y colegios a
espectadores que querían ser partícipes
y actores.
El colegio mayor San Juan Evangelista,
inspirado autor del Apocalipsis, se
encarnó en el Johnny, por sus pecados,
que fueron muchos, y de los que aún no
se ha arrepentido. Entre ellos, los de
haber introducido el jazz y el flamenco,
músicas, sobre todo el flamenco,
marginadas, hasta hace no mucho, de los
circuitos de la alta cultura.
Jazz, blues, flamenco, canción de autor,
pop, rock y teatro nunca faltaron en la
multicultural dieta del Johnny; su Club
de Música, consagrado por los grandes y
abierto a todas las búsquedas y
experimentos, ha sido y es, todavía, un
referente imprescindible en la vida
cultural de la ciudad. Pero tiene fecha
de caducidad: el Johnny cierra en
septiembre, durante cuatro meses, para
hacer una reforma que de momento pondrá
a sus residentes en la calle y en grave
peligro la continuidad de sus
actividades musicales.
"Si estuviéramos en la Transición habría
una protesta a lo grande", comentaba
Alejandro Reyes, director, superviviente
y guardián de las esencias del Club, a
Anaís Berdié en estas páginas. Aún
estamos a tiempo. En las últimas líneas
del reportaje, Sara, del club de
Facebook del Johnny, proponía una
manifestación de johnnyadictos. Dónde y
cuándo.
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